Concluye el XXI Festival Internacional de Teatro de La Habana: una edición marcada por la crisis


Concluyó el XXI Festival Internacional de Teatro de La Habana y, con él, se impuso una sensación difícil de ignorar: esta ha sido, probablemente, la edición más apagada y desangelada en toda la historia del evento. Nada escapó al deterioro general del país. Desde un cartel pobre y sin inspiración hasta una clausura que dejó más desconcierto que celebración, el festival terminó siendo un espejo fiel de la crisis cultural y estructural que asfixia a Cuba.

La mitad de la programación se vino abajo: funciones canceladas por la epidemia, grupos que no pudieron viajar por falta de recursos, escenarios improvisados para salvar lo poco que quedó en pie. A eso se sumó una identidad visual que muchos describieron como un retroceso y una fiesta final que solo evidenció una ausencia inquietante: la de los propios teatristas. ¿Dónde están? ¿Cómo no preguntarlo cuando un festival internacional parece desarrollarse sin la energía, la comunidad y la vida teatral que lo justifican?

Quienes solíamos vivir estas jornadas con pasión —con la fascinación de hace una década, cuando el festival era un acontecimiento real— hoy asistimos a una versión disminuida, casi burocrática, que despierta decepción y escepticismo. Es duro admitirlo, pero el evento que antes colocaba a La Habana en el mapa teatral ha dejado de ser un punto de referencia para convertirse en un recordatorio del derrumbe.

Y aun así, pese al desgaste, el festival ocurre. Ocurre gracias a los pocos creadores que resisten, que ensayan sin recursos, que estrenan sin condiciones, que se niegan a que el teatro desaparezca junto con tantas otras cosas. Ellos sostienen lo que pueden. Ellos mantienen una llama que el Estado ha sido incapaz —o indiferente— de proteger.

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