En una esquina de La Habana —donde el bullicio del Prado se mezcla con el olor del maíz y el rumor de las voces— se escuchaba un canto que no venía de una radio ni de un cabaret. Era una voz cálida, firme, de mujer trabajadora que pregonaba:
“¡Llegaron los tamalitos de Olga!”
Esa voz, la de Olga Moré Jiménez, pasaría a la historia no solo por vender tamales, sino por convertir su pregón en música, en símbolo y en leyenda de la calle habanera.
Olga nació el 23 de mayo de 1922 en Cruces, antigua provincia de Las Villas. La vida no le ofreció privilegios: fue madre joven y debió criar sola a tres hijos, además de cuidar a su madre enferma. Para sobrevivir, hizo lo que sabía hacer mejor: cocinar.
En los años 40, con apenas unas monedas y mucho coraje, se trasladó a La Habana, donde comenzó a vender tamales envueltos en hojas de maíz. Al principio los llevaba en una canasta, luego en una pequeña carretilla que estacionaba en la esquina de Prado y Neptuno, un punto neurálgico del centro capitalino.
Su carisma y su ingenio convirtieron su pregón en un espectáculo cotidiano. Los transeúntes la esperaban, los músicos la saludaban y los bohemios, tras las noches de cabaret, encontraban en sus tamales un sabor de hogar.
A fines de los años cuarenta, José Antonio Fajardo, el gran flautista y director de orquesta, quedó fascinado por aquella mujer que anunciaba su mercancía con ritmo y picardía. Inspirado en ella, compuso el tema “Los tamalitos de Olga”, una guaracha que pronto se haría famosa en las voces de la Orquesta Aragón y de otros conjuntos populares.
“Olga la Tamalera” dejó de ser solo un personaje de esquina para transformarse en ícono musical. En los salones de baile se cantaba su nombre, y en las emisoras sonaba su pregón convertido en ritmo. Ella, sin proponérselo, encarnó el espíritu de un pueblo que encontraba alegría incluso en la lucha diaria.
Detrás del delantal y la sonrisa había una mujer de temple. Olga fue empresaria antes de saber que lo era: administraba su pequeño negocio, cuidaba su reputación y mantenía una clientela fiel que incluía desde oficinistas hasta artistas del teatro Alhambra.
Dicen que sus tamales eran insuperables, de maíz tierno y carne bien sazonada, y que jamás reveló su receta. Solo su hija y su esposo conocieron el secreto, guardado con el mismo celo con que se protege un tesoro familiar.
Olga murió en La Habana, en 2007, sin grandes homenajes ni titulares. Pero su figura perdura en la memoria popular: es parte del paisaje sonoro de la Cuba de mediados del siglo XX, la de los pregones, los portales, las guayaberas y el olor del café.
Su historia recuerda que la cultura cubana no solo se escribe en libros o partituras, sino también en las calles. Olga, con su canasta de tamales, fue una poeta anónima del pueblo: una mujer que convirtió la necesidad en arte y el trabajo en identidad.
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