La realidad supera la sátira. Cuba acaba de ser reelegida en el Consejo Intergubernamental del Programa Internacional para el Desarrollo de la Comunicación (PIDC) de la UNESCO, un organismo que, entre sus propósitos, promueve la libertad de prensa, la pluralidad de medios y la enseñanza del periodismo como antídoto a la desinformación.
El anuncio podría pasar desapercibido si no fuera porque el país reelecto figura sistemáticamente entre los últimos lugares del mundo en todos los rankings de libertad de prensa. En Cuba no existen medios independientes: solo pueden operar los subordinados al Partido Comunista, y el ejercicio del periodismo crítico se castiga con el exilio, la cárcel o la censura digital.
El país donde no se enseña periodismo sino propaganda, donde una persona puede ser condenada a diez años de prisión por una simple publicación, y donde el acceso a internet sigue siendo restringido, caro y vigilado, ocupará un asiento en un consejo internacional que dice velar por la ética y el desarrollo del sector.
Un chiste de mal gusto, al mismo nivel que su presencia en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Pero este tipo de contradicciones se entienden si se mira más de cerca el funcionamiento interno de esos organismos: la diplomacia cubana ha convertido la infiltración, el lobby y la manipulación en un arte de supervivencia internacional, dedicando recursos considerables a mantener apariencias de legitimidad mientras el país se hunde en la escasez.
Porque mientras en París o Ginebra Cuba presume de sus "avances", dentro de la isla los ciudadanos no tienen siquiera un paracetamol para aliviar sus dolores, y el periodismo libre —ese que la UNESCO dice defender— sigue siendo un delito.


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